quarta-feira, 21 de janeiro de 2009

El largo camino al reconocimiento

La asunción el próximo martes de Barack Obama como presidente de Estados Unidos representa la culminación del aporte de los afroamericanos a la vida cultural y política del país. Pero no es una conclusión sino un punto de partida.

En 1930, el gran escritor negro estadounidense Langston Hughes escribió varios poemas de fuerte contenido social representando la desoladora situación económica y política que vivía su país tras la debacle iniciada en 1929. Resulta en cierta manera sorprendente, incluso hoy, que un poeta negro se convirtiera en el heraldo principal de la lucha y de la esperanza de una sociedad agobiada por la aparente falta de soluciones que la historia presentaba como desafío ineludible. Casi 80 años después, otro negro, amante también de la lírica (publicó poemas y todavía es un lector voraz de poesía) emerge como la voz colectiva de la esperanza y de la determinación ante las afrentas de la historia.
La asunción de Barack Obama a la presidencia estadounidense viene en cierta manera a representar –lo es– la culminación del aporte de los afro-americanos a la vida cultural y política del país que nació a la libertad privilegiando el derecho a la esclavitud y que recién pudo poner en práctica un estatus racial igualitario tras una cruenta guerra civil, y luego de una infinidad de silenciosas y no tan silenciosas batallas (que conocieron injustos linchamientos y diverso tipo de violencia física) a favor de la afirmación del respeto de los derechos civiles.
Mucha agua ha corrido debajo del puente sobre el que hoy Obama está parado firme. Langston Hughes (1902-1967), cuya mejor poesía, curiosamente, no es la social sino la de lenguaje lírico y surrealista, se sentiría reconfortado de ver el escenario político actual. La Casa Blanca cambia de color, al menos cambia el color de su principal residente. Las palabras han triunfado también en la realidad y hoy están a la altura de las circunstancias. “La poesía –como escribió Gabriel Celaya– es un arma cargada de futuro”. La difícil y larga travesía de la colectividad negra por alcanzar el reconocimiento pleno de la sociedad que también ellos ayudaron a construir concluye de manera gloriosa (porque este momento actual, a pesar de la brutal crisis económica, no es menos que glorioso), aunque la llegada al poder del primer presidente afro-americano no representa una conclusión sino más bien un punto de partida. En todo caso, es la síntesis de un proceso de simbiosis social y cultural que no vino sin sacrificio ni dolor y que tuvo a la adversidad como principal motivadora de los cambios conseguidos.
El arte y la literatura tuvieron parte protagónica, porque fue precisamente allí donde primero los negros lograron imponer su ineludible aporte al impresionante acerbo con que ha contribuido a la historia de la humanidad la cultura estadounidense, seguramente la más contundente, en términos de originalidad y diversidad, de la época moderna. El cine, el arte, la música y la literatura producidos durante el siglo XX dan cuenta de ello. Sería impensable, aunque hasta hace no tanto tiempo atrás hubo muchos que lo negaron con insistencia, hablar de la cultura estadounidense sin la presencia y participación activa de los artistas afro-americanos. Tanto le debe Estados Unidos a Walt Whitman como a Ralph Ellison; a William Carlos Williams como a Langston Hughes; a George Gershwin como a Dizzie Gillespie. La música más característica de la época moderna, el jazz (la música clásica de la era contemporánea), tiene raíces negras y fueron los afro-americanos, con su heterogénea participación, quienes además potenciaron su diversidad y complejidad armónica. Si el jazz es la música de la inteligencia, en donde el pensamiento improvisa sus emociones y rastrea su destino (o inventa en el proceso uno), puede concluirse sin demasiada dificultad que la participación del artista afro-americano en la fábrica cultural estadounidense llega a partir de un refinamiento intelectual y no solo de la articulación de sentidos y sentimientos exclusivamente emocionales. En su atención a las formas se constata rigor, desarrollo técnico, y amplio conocimiento de los procesos culturales y artísticos que casi simultáneamente estaban ocurriendo en otras partes del mundo cuando la modernidad alcanzaba su primer esplendor.
La anécdota me la contó Quincy Troupe, autor de la única biografía autorizada de Miles Davis. Poco tiempo antes de que el jazzista muriera, le preguntó por qué nunca había conocido personalmente a Chuck Berry, otro de los genios musicales negros y padre del rock and roll, algo extraño considerando que ambos músicos eran nativos de St. Louis y habían nacido a poca distancia uno del otro. Davis respondió: “Nunca tuvimos tiempo para conocernos pues los dos siempre hemos estado trabajando”.
Los negros han trabajado mucho por la cultura estadounidense, prácticamente desde los inicios de la nación, aunque fue recién en el siglo XX cuando su labor creativa comenzó a tener notoriedad y a recibir reconocimiento masivo. A la hora de recopilar nombres de artistas negras destacadas surgen enseguida los de Ella Fitzgerald, Mahalia Jackson, Aretha Franklin (primera cantante negra en ser incluida en el Hall de la Fama del Museo del Rock and Roll), Diana Ross, Maya Angelou, o Tony Morrison (primera escritora negra de América en ganar el premio Nobel de Literatura). Sin embargo, en esa lista elemental raras veces aparece mencionada Phillis Wheatley (1753-1784), quien a los 13 años de edad ya escribía poemas y cuyo libro Poems on Various Subjects (Poemas sobre temas diversos), publicado en Londres, es el primer libro de poemas escrito por un afro-americano. Y como ella, decenas esperando ser redescubiertos. Es decir, esta historia viene desde mucho antes.
Sin embargo, la eclosión colectiva de los artistas negros en la cultura estadounidense recién ocurrirá en la década de 1920, en el período conocido como el de “Harlem Renaissance”, pues en ese barrio de Nueva York fue donde se dio gran parte de la explosión de creatividad y de actividad política de la minoría afro-americana. El arte pasó a convertirse en efectivo instrumento para paliar y enfrentar la segregación racial. Son precisamente las distintas expresiones artísticas las que introdujeron un vocabulario crítico y creativo de afirmación de la identidad negra: un arte y una literatura de extraordinario valor que no podía ser desdeñada ni considerada inferior.
Desde la marginación y el oprobio, los negros comenzaban a ganar espacios definidores de una actitud mental y de un estatus intelectual. Eran tiempos socialmente difíciles para hacer coincidir la verdad con la belleza, pues los negros sobrevivían en los márgenes y con escasas oportunidades de mejoramiento económico y educativo. Sirva como ejemplo recordar que en la década de 1920 apenas unos 2.000 afro-americanos estaban estudiando en las universidades estadounidenses.
En esa década, tan extraordinaria como lo fue para el archivo cultural y artístico del mundo (de la cual los afro-americanos fueron fundamentales participantes), Hughes publicó, el 23 de junio de 1926, su hoy clásico ensayo The Negro Artist and the Racial Mountain (El artista negro y la montaña racial), en el cual destaca, una vez más por si hacía falta, que hay un arte negro totalmente americano, el cual no es derivativo ni está siendo producido por la elite universitaria, sino que viene de la clase negra trabajadora y representa a gente inspirada por su propia identidad y su estilo de vida. El ya canónico ensayo es en más de una manera un manifiesto de afirmación del orgullo y toma de conciencia afro-americanos pues Hughes hace un llamamiento a los artistas negros para que se inspiren en el hombre común y ejerzan su creación sin censura, trascendiendo en su obra lo que el escritor consideraba la “montaña racial”.
La consolidación, por inspiración y por insistencia, de un arte negro, al cual aspiraba Hughes, acontecerá en varias disciplinas, principalmente en la literatura y en la música. El “Renacimiento de Harlem” está asociado a los nombres de algunas figuras claves de la cultura afro-americana como W.E.B. Du Bois (1868–1963), Zora Neale Hurston (1891–1960), Alain Locke (1885–1954), Jessie Fauset (1882–1961), Benjamin Brawley (1882–1939), Claude McKay (1889–1948), y el propio Hughes. Tanto fue el destaque en las artes de la presencia negra que hubo incluso blancos que quisieron pasar por negros, como Al Jonson, quien cantando con la cara pintada de negro introdujo la música afro-americana a una gran parte del público blanco desconocedor de la misma. Locke habló del surgimiento de un “nuevo Negro” (no utilizaba la palabra “black” sino Negro, con mayúscula), y en su libro The Crisis, Du Bois destacó que la década de 1920 estaba a punto de ver consolidado el “renacimiento de una literatura Negra Americana”.
Este “renacimiento”, auspiciado por escritores y escritoras de distintas edades y procedencias, sirvió, entre otras cosas fundamentales, para que una parte importante del público estadounidense conociera la existencia de un movimiento de artistas negros que estaban diversificando y enriqueciendo la herencia cultural del país. Antes que antagonizar por el simple hecho de hacerlo, estos artistas habían venido a afirmar la existencia de una originalidad de estilos y perspectivas auténtica y digna de ser tenida en cuenta en el mosaico de expresiones “auténticamente” estadounidenses. La consolidación de un “pensamiento creativo negro” vino acompañada de música de fondo, seguramente una de las mejores bandas sonoras que ha conocido la historia.
Sin el “Renacimiento de Harlem” con toda seguridad no hubiera existido (o no sería lo que es) la música popular contemporánea en sus diversos estilos. El jazz, el blues, y el soul son lugares inevitables en el mapa musical del mundo, acostumbrado ya por necesidad a presencia permanente de las musas de ébano. Tales variaciones del pensamiento musical moderno empezaron siendo un sonido pionero, y hoy son punto de inflexión en donde todas las interpretaciones de la contemporaneidad coinciden. Tal cual en cierta manera deja constancia (aunque con difusa precisión) la película de Francis Coppola The Cotton Club (1984), los músicos negros que trabajaban en los clubes de Harlem complaciendo el gusto de los blancos con suficiente dinero como para pagar la costosa entrada y el precio de las bebidas no fueron solamente los creadores del mejor jazz, sino asimismo de la moderna canción pop, con su impactante brevedad y su fina textura. De las jam sessions salieron chispas de invención en todas las direcciones. Además del monumental Cab Calloway (1907–1994), cuyos eclécticos y adelantados ritmos revolucionaron también la forma de bailar y de escenificar la música, otros dos genios negros destacaron en la exclusiva epopeya musical hacia el reconocimiento de la raza. De los clubes emblemáticos de Harlem, Cotton Club y Connie´s Inn, donde las coreógrafas negras de piel clara inventaron varios de los pasos de baile característicos de la modernidad, saltaron al mundo dos de los músicos trascendentes del siglo XX, Edward Kennedy “Duke” Ellington (1899–1974), quien a partir de 1928 tocó por 12 años con su orquesta en el Cotton Club, y un joven músico venido de Nueva Orleans, Louis Armstrong (1901–1971), quien sorprendió a todos con su innovador virtuosismo y su técnica con la trompeta, y con una voz inconfundible que luego interpretaría una de las canciones estadounidenses más populares de todos los tiempos, What a Wonderful World, grabada en 1968, la cual, extrañamente, no fue éxito inmediato en Estados Unidos, aunque ese año fue la canción de mayor venta en Gran Bretaña.
Sin que sus propietarios se lo hubieran jamás propuesto, pues su propósito principal era maquillar la venta ilegal de bebidas alcohólicas a blancos de buen poder adquisitivo, los clubes de Harlem fueron fundamentales para promover el aporte definitivo de la música
afro-americana a la cultura estadounidense (a la “alta cultura” y a la cultura popular) y demostrar que la participación de los negros en el arte era bastante más que un simple motivo de curiosidad y que una extravagancia racial. No en vano, debido al interés popular por la música proveniente de Harlem, la cadena radial NBC comenzó a trasmitir en vivo y en directo para todo el país las veladas del Cotton Club.
La cultura del país había dado un gran salto cualitativo y era imposible rebobinar. Los negros dejaban de ser invisibles. El orgullo afro-americano se expandía y la ira ante la injusticia conocía otras formas de respuesta. A partir de una revolución estética los negros tomaban conciencia de que eran mucho más que las víctimas excluidas y omitidas por la segregación, y que su impaciencia ante la desigualdad social podía servir útilmente, como sirvió, a la usina de la creación. Ya no podían continuar siendo relegados en el escalafón artístico ni ser identificados únicamente como simples estereotipos de una conducta racial. Un espacio de grandes proporciones, sobre todo anímico y simbólico, había sido conquistado, aunque la lucha a nivel político y social todavía tendría por delante difíciles y largas batallas por librar, tal como la historia posterior lo testimonia
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Por Eduardo Espina

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