segunda-feira, 1 de fevereiro de 2010

PENSAMENTO / ANÁLISE / REFLEXÃO: José Carlos Mariátegui - EL PROBLEMA DEL INDIO

José Carlos Mariátegui
7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana


EL PROBLEMA DEL INDIO

SU NUEVO PLANTEAMIENTO




odas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos -y a veces sólo verbales-, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y escla-rece, porque busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los "gamonales" (1).

El "gamonalismo" invalida inevitablemente toda ley u ordenanza de protección indígena. El hacendado, el latifundista, es un señor feudal. Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede prevalecer contra los gamonales. El funcionario que se obsti-nase en imponerla, sería abandonado y sacrificado por el poder central, cerca del cual son siempre omnipotentes las influencias del gamonalismo, que actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra vía con la misma eficacia.

El nuevo examen del problema indígena, por esto, se preocupa mucho menos de los lineamientos de una legislación tutelar que de las consecuencias del régimen de propiedad agraria. El estudio del Dr. José A. Encinas (Contribución a una legislación tutelar indígena) inicia en 1918 esta tendencia, que de entonces a hoy no ha cesado de acentuarse (2). Pero, por el carácter mismo de su trabajo, el Dr. Encinas no podía formular en él un programa económico-social. Sus proposiciones, dirigidas a la tutela de la propiedad indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico. Esbozando las bases del Home Stead indígena, el Dr. Encinas recomienda la distribución de tierras del Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación de los gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada acusación de los efectos del latifundismo, que sale inapelablemente condenado de esta requisitoria (3), que en cierto modo preludia la actual crítica económico-social de la cuestión del indio.

Esta crítica repudia y descalifica las diversas tesis que consideran la cuestión con uno u otro de los siguientes criterios unilaterales y exclusivos: administrativo, jurídico, étnico, moral, educacional, eclesiástico.

La derrota más antigua y evidente es, sin duda, la de los que reducen la protección de los indígenas a un asunto de ordinaria administración. Desde los tiempos de la legislación colonial española, las ordenanzas sabias y prolijas, elaboradas después de concienzudas encuestas, se revelan totalmente infructuosas. La fecundidad de la República, desde las jornadas de la Independencia, en decretos, leyes y providencias encaminadas a amparar a los indios contra la exacción y el abuso, no es de las menos considerables. El gamonal de hoy, como el "encomendero" de ayer, tiene sin embargo muy poco que temer de la teoría administrativa. Sabe que la práctica es distinta.

El carácter individualista de la legislación de la República ha favorecido, incuestionablemente, la absorción de la propiedad indígena por el latifundismo. La situación del indio, a este respecto, estaba contemplada con mayor realismo por la legislación española. Pero la reforma jurídica no tiene más valor práctico que la reforma administrativa, frente a un feudalismo intacto en su estructura económica. La apropiación de la mayor parte de la propiedad comunal e individual indígena está ya cumplida. La experiencia de todos los países que han salido de su evo feudal, nos demuestra, por otra parte, que sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna parte, un derecho liberal.

La suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista. Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos. Los pueblos asiáticos, a los cuales no es inferior en un ápice el pueblo indio, han asimilado admirablemente la cultura occidental, en lo que tiene de más dinámico y creador, sin transfusiones de sangre europea. La degeneración del indio peruano es una barata invención de los leguleyos de la mesa feudal.

La tendencia a considerar el problema indígena como un problema moral, encarna una concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista, que en el orden político de Occidente anima y motiva las "ligas de los Derechos del Hombre". Las conferencias y sociedades antiesclavistas, que en Europa han denunciado más o menos infructuosamente los crímenes de los colonizadores, nacen de esta tendencia, que ha confiado siempre con exceso en sus llamamientos al sentido moral de la civilización. González Prada no se encontraba exento de su esperanza cuando escribía que la "condición del indígena puede mejorar de dos maneras: o el corazón de los opresores se conduele al extremo de reco-nocer el derecho de los oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente para escarmentar a los opresores" (4). La Asociación Pro-Indígena (1909-1917) representó, ante todo, la misma esperanza, aunque su verdadera eficacia estuviera en los fines concretos e inmediatos de defensa del indio que le asignaron sus directores, orientación que debe mucho, seguramente, al idealismo práctico, característicamente sajón, de Dora Mayer (5). El experimento está ampliamente cumplido, en el Perú y en el mundo. La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en Europa el imperialismo ni ha bonificado sus métodos. La lucha contra el imperialismo, no confía ya sino en la solidaridad y en la fuerza de los movimientos de emancipación de las masas coloniales. Este concepto preside en la Europa contemporánea una acción antiimperialista, a la cual se adhieren espíritus liberales como Albert Einstein y Romain Rolland, y que por tanto no puede ser considerada de exclusivo carácter socialista.

En el terreno de la razón y la moral, se situaba hace siglos, con mayor energía, o al menos mayor autoridad, la acción religiosa. Esta cruzada no obtuvo, sin embargo, sino leyes y providencias muy sabiamente inspiradas. La suerte de los indios no varió sustancialmente. González Prada, que como sabemos no consideraba estas cosas con criterio propia o sectariamente socialista, busca la explicación de este fracaso en la entraña económica de la cuestión: "No podía suceder de otro modo: oficialmente se ordenaba la explotación del vencido y se pedía humanidad y justicia a los ejecutores de la explotación; se pretendía que humanamente se cometiera iniquidades o equitativamente se consumaran injusticias. Para extirpar los abusos, habría sido necesario abolir los repartimientos y las mitas, en dos palabras, cambiar todo el régimen Colonial. Sin las faenas del indio americano se habrían vaciado las arcas del tesoro español" (6). Más evidentes posibilidades de éxito que la prédica liberal tenía, con todo, la prédica religiosa. Ésta apelaba al exaltado y operante catolicismo español mientras aquélla intentaba hacerse escuchar del exiguo y formal liberalismo criollo.

Pero hoy la esperanza en una solución eclesiástica es indiscutiblemente la más rezagada y antihistórica de todas. Quienes la representan no se preocupan siquiera, como sus distantes -¡tan distantes!- maestros, de obtener una nueva declaración de los derechos del indio, con adecuadas autoridades y ordenanzas, sino de encargar al misionero la función de mediar entre el indio y el gamonal (7). La obra que la Iglesia no pudo realizar en un orden medioeval, cuando su capacidad espiritual e intelectual podía medirse por frailes como el padre de Las Casas, ¿con qué elementos contaría para prosperar ahora? Las misiones adventistas, bajo este aspecto, han ganado la delantera al clero católico, cuyos claustros convocan cada día menor suma de vocaciones de evangelización.

El concepto de que el problema del indio es un problema de educación, no aparece sufragado ni aun por un criterio estricta y autónomamente pedagógico. La pedagogía tiene hoy más en cuenta que nunca los factores sociales y económicos. El pedagogo moderno sabe perfectamente que la educación no es una mera cuestión de escuela y métodos didácticos. El medio económico social condiciona inexorablemente la labor del maestro. El gamonalismo es funda-mentalmente adverso a la educación del indio: su subsistencia tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo interés que en el cultivo de su alcoholismo (8). La escuela moderna -en el supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible multiplicarla en proporción a la población escolar campesina- es incompatible con el latifundio feudal. La mecánica de la servidumbre, anularía totalmente la acción de la escuela, si esta misma, por un milagro inconcebible dentro de la realidad social, consiguiera conservar, en la atmósfera del feudo, su pura misión pedagógica. La más eficiente y grandiosa enseñanza normal no podría operar estos milagros. La escuela y el maestro están irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo la presión del ambiente feudal, inconciliable con la más elemental concepción progresista o evolucio-nista de las cosas. Cuando se comprende a medias esta verdad, se descubre la fórmula salvadora en los internados indígenas. Mas la insuficiencia clamorosa de esta fórmula se muestra en toda su evidencia, apenas se reflexiona en el insignificante porcentaje de la población escolar indígena que resulta posible alojar en estas escuelas.

La solución pedagógica, propugnada por muchos con perfecta buena fe, está ya hasta oficialmente descartada. Los educacionistas son, repito, los que menos pueden pensar en independizarla de la realidad económico-social. No existe, pues, en la actualidad, sino como una sugestión vaga e informe, de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace responsable.

El nuevo planteamiento consiste en buscar el problema indígena en el problema de la tierra.

Rio: cidade doente. A revolta da vacina

Pobreza. Preconceito. Desemprego. Os sintomas estavam todos lá e combinados explodiram numa convulsão que há exatos 100 anos tomou as ruas da capital do Brasil e ficou conhecida como Revolta da Vacina

por Celso Miranda

Havia alguma coisa diferente no ar naquela manha abafada e úmida de novembro. Nos últimos dias, boatos haviam tomado os bares, as conversas em família depois que estudantes e operários saíram em passeata pelo centro do Rio de Janeiro, gritando palavras de ordem e protestando contra o governo do presidente Rodrigues Alves. Mas nem quem acompanhava de perto as notícias podia prever os acontecimentos que se seguiriam. De repente, sem que parecesse haver qualquer organização, grupos de pessoas começaram a chegar ao centro. Tomaram as ruas do Ouvidor, da Quitanda, da Assembléia e, quando chegaram à praça Tiradentes, já eram milhares. “Abaixo a vacina”, gritavam. O comércio baixou as portas e a polícia chegou. A multidão respondeu em coro: “Morra a polícia”. Houve tiros. Correria. O centro virou campo de batalha. No meio de cacetadas, tiros e pernadas, talvez ninguém – do lado dos manifestantes ou dos homens da lei – se lembrasse de como aquilo havia começado.

Para entender melhor os sangrentos dias de novembro de 1904, vamos recuar um pouco mais no tempo e ver como andavam as coisas no Rio, na virada do século 19 para o 20. Na época, a maioria dos moradores tinha motivos de sobra para reclamar da vida em geral e do governo em particular. Faltava tudo, desde empregos até esgoto, saneamento básico e moradia. Cerca de 50% da população vivia de bicos ou serviços domésticos, se não era simplesmente desocupada. O censo de 1890 mostrou que havia 48,1 mil pessoas de “profissão desconhecida” ou desempregada – quase 10% do total de habitantes.

Capital da recente república do Brasil, o Rio era a cidade para onde todos se mudavam: ex-escravos libertados em 1888, imigrantes europeus em busca de emprego, desertores e excedentes das Forças Armadas e migrantes das fazendas de café, que não iam lá muito bem das pernas. Entre 1872 e 1890, a população do Rio passou de 266 mil para 522 mil pessoas. Não havia emprego para todos e a maioria se virava como podia: carregava e descarregava navios, vendia tranqueiras, fazia pequenos serviços. É claro que ainda havia entre eles ladrões, prostitutas e trambiqueiros.

Toda essa turma – que as autoridades chamavam de ralé, malandros ou desocupados, mas que também se pode chamar de pobres, ou, simplesmente, de povo – se acotovelavam nos cortiços. Essas habitações coletivas, além de serem uma opção barata de moradia, tinham boa localização: ficavam no centro da cidade. A mais famosa delas, conhecida como Cabeça de Porco, no número 154 da rua Barão de São Félix, chegou a ter 4 mil moradores. “As autoridades consideravam os cortiços antros de doenças e de pouca-vergonha. Para a mentalidade da época, que aliás não mudou muito, as moradias pobres abrigavam as classes perigosas, sujas, de onde saíam as epidemias e toda sorte de ruindade”, diz o historiador Sidney Chalhoub, da Unicamp, autor de Cidade Febril: Cortiços e Epidemias na Corte Imperial.

"Bota-abaixo"

Quando Rodrigues Alves assumiu a presiência em 1902, prometendo trazer o país para o novo século, viu naqueles cortiços um obstáculo a ser removido. A idéia era abrir novas avenidas, ruas e praças e, ao mesmo tempo, afastar do centro da cidade os moradores pobres. A inspiração vinha das obras realizadas, alguns anos antes, na capital da França. Em Paris, o barão Haussmann havia conduzido uma reforma geral que acabara com grande parte das antigas vias e construções medievais. Grandes avenidas e parques tomaram o lugar dos bairros operários, celeiros das revoltas populares que haviam chacoalhado o século 19. Mas se, em 1902, Paris já merecia o apelido de Cidade-Luz, o Rio estava longe de se tornar “maravilhoso”. E não era só uma questão estética. Com tanta gente desabrigada, vivendo de comercializar comida e bebida nas ruas, com pouquíssima infra-estrutura de esgoto e água encanada, as condições de higiene eram para lá de precárias. O Rio era uma cidade doente. Epidemias de peste, febre amarela e varíola dizimavam a população. Isso sem falar nas doenças endêmicas, como a tuberculose. No verão de 1850 um terço dos cariocas contraiu febre amarela e 4160 pessoas morreram. Em 1855 foi a cólera e em 1891 houve surtos de febre amarela e peste bubônica. Em 1903 avaríola atacou fazendo vítimas até o ano seguinte. Só nos primeiros cinco meses de 1904, 1800 pessoas foram internadas com a doença.

Essa situação tinha conseqüências drásticas que iam além da saúde pública. Por causa da imagem de ser reduto de doenças, navios estrangeiros se recusavam a aportar no Brasil. E a fama não era injustificada: em 1895, o navio italiano Lombardia, atracado no Rio, perdeu 234 de seus 340 tripulantes, vítimas de febre amarela. Companhias européias faziam questão de anunciar viagens diretas à Argentina, garantindo aos interessados que seus navios passariam ao largo da costa brasileira. Uma tragédia para um país que vivia da exportação.

A economia, que já não andava bem, não precisava de mais essa dor de cabeça. O Brasil vivia às voltas com a crise no mercado de café, único produto de exportação brasileiro, e tinha uma dívida externa crescente. O país passou a emitir cada vez mais papel-moeda, provocando uma inflação generalizada. Nos primeiros cinco anos do governo republicano, a coisa foi feia. Os preços subiram 300%, enquanto os salários não aumentaram 100%, diz o historiador José Murilo de Carvalho, da Universidade Federal do Rio de Janeiro, em Os Bestializados.

Era preciso agir. Rodrigues Alves – ele próprio um grande fazendeiro de café – nomeou como prefeito da capital federal o engenheiro Pereira Passos, que havia morado em Paris e conhecia bem as reformas de Haussmann. Foi Passos que liderou a derrubada de 1 600 velhos edifícios, numa reforma radical que ficou conhecida como “bota-abaixo”. Em cerca de dois meses de obras, milhares de pessoas foram despejadas e empurradas morros acima, onde construíram barracos e casas improvisadas.

Sem dinheiro, sem emprego e sem ter onde morar, o cenário estava pronto para que o povo se rebelasse. Só faltava um estopim.

Medo de injeção

Para combater as doenças que abatiam os cariocas, não bastariam as reformas urbanas no centro da cidade. Mesmo que (e muita gente duvida disso) esse fosse o objetivo principal das obras. Mais uma vez apoiando-se no exemplo francês, o governo brasileiro apostou nas técnicas de saúde pública que estavam sendo colocadas em prática por médicos como Louis Pasteur. Para apóia-lo nessa área,Rodrigues Alves convocou um jovem médico do interior de São Paulo que acabara de estagiar em Paris,Oswaldo Cruz .

Assim que assumiu a diretoria de Saúde Pública, em 1903, Oswaldo encarou batalhas contra a pestebubônica e formou brigadas sanitárias que saíram pelo centro da cidade caçando ratos pelas casas e ruas. Chegou a adotar o método pouco ortodoxo de comprar ratos, para estimular a população a caçar o roedor. Apesar das inevitáveis fraudes – houve gente que foi presa por criar ratos para vender às autoridades – a campanha contra a peste foi um sucesso.

Para enfrentar a febre amarela, no entanto, Oswaldo encontrou oposição. Nem o combate aos mosquitos era consenso. Na época, não se sabia que a doença era causada por um vírus nem se conhecia seu mecanismo de transmissão, e, embora o cubano Carlos Finley já houvesse publicado sua tese de que a doença era transmitida por um mosquito, um grande número de médicos brasileiros acreditava que a febre amarela era causada por alimentos contaminados.

Em 1904, seria a vez de combater a varíola. “Já havia leis que tornavam obrigatória a vacinação desde 1884, mas essas leis não pegaram”, diz José Murilo. O governo resolveu, então, fazer uma nova lei obrigando toda a população a se vacinar, em novembro de 1904. O projeto, que permitia que os agentes sanitários entrassem na casa das pessoas para vaciná-las, foi aprovado na Câmara e no Senado, mas não sem antes quase levar aos sopapos os partidários de Rodrigues Alves e seus opositores, que não eram poucos. Entre eles havia os partidários do ex-presidente Floriano Peixoto, que não se conformavam com um governo civil, como o senador (e tenente-coronel) Lauro Sodré e, na Câmara, o major Barbosa Lima. O senador Ruy Barbosa se manifestou, em plenário, dizendo: “Assim como o direito veda ao poder humano invadir a consciência, assim lhe veda transpor-nos a epiderme”.

Com a querela política, o assunto chegou à imprensa. Os jornais se dividiram: o Commercio do Brazil, do deputado florianista Alfredo Varela, e O Correio da Manhã, de Barbosa Lima, atacavam a vacinação, enquanto o diário governista O Paiz defendia a idéia com unhas e dentes. Logo, não se falava em outra coisa no Rio. Os representantes dos trabalhadores não concordavam com a nova lei, que, entre outras coisas, exigia o atestado de vacina para conseguir emprego, e criaram a Liga Contra a Vacina Obrigatória, que em poucos dias arregimentou mais de 2 mil pessoas.

Não é difícil entender por que o povo ficou contra a vacina. Pela lei, os agentes de saúde tinham o direito de invadir as casas, levantar os braços ou pernas das pessoas, fosse homem ou mulher, e, com uma espécie de estilete (não era uma seringa como as de hoje), aplicar a substância. Para alguns, isso era uma invasão de privacidade – e, na sociedade de 100 anos atrás, um atentado ao pudor. Os homens não queriam sair de casa para trabalhar, sabendo que suas esposas e filhas seriam visitadas por desconhecidos. E tem mais: pouca gente acreditava que a vacina funcionava. A maioria achava, ao contrário, que ela podia infectar quem a tomasse. O pior é que isso acontecia. “A vacina não era tão eficaz como hoje”, diz Sidney.

Com a população descontente, a imprensa colocando fogo e os políticos protestando, uma hora a revolta ia tomar as ruas. Pronto, agora podemos voltar para aquela manhã de novembro.

Quebra-quebra

Quando deixamos 1904, policiais e a população trocavam tiros e pauladas pelas ruas do centro da cidade. O corre-corre foi grande a multidão se dispersou, deixando o centro para se reunir mais além, nos bairros populares. Naquele 13 de novembro, houve confusão no Méier, Engenho de Dentro e Andaraí. Vinte e duas pessoas foram presas.

Mas o pior estava por vir. No dia seguinte, logo cedo, grupos aparentemente desarticulados vindos dos bairros rumaram para o Centro. No caminho viraram bondes, derrubaram postes de iluminação, reuniram entulho no meio das ruas e se prepararam para enfrentar a polícia. No bairro da Saúde, próximo ao porto, a barricada reuniu 2 mil pessoas, segundo relato do Jornal do Commercio, que chamou o lugar de “Porto Arthur”, em alusão a um forte na Manchúria, onde japoneses e russos travavam uma sangrenta batalha. Liderados entre outros por Horácio José da Silva, o Prata Preta (leia quadro ao lado), os defensores de Porto Arthur estavam armados com revólveres e navalhas. Alguns marcharam com armas nos ombros e se espalhou que tinham até um canhão. Por três dias conseguiram repelir a polícia, mas no dia 16 o Exército, apoiado por tropas de São Paulo e Minas Gerais, invadiu o local, numa ação que contou ainda com bombardeios da Marinha. O suposto canhão era um poste deitado sobre uma carroça.

No dia 14, enquanto o pau ainda comia nas ruas, a confusão chegou aos quartéis. O esforço conspiratório que duraria o dia todo começou logo cedo. O senador Lauro Sodré e o deputado Alfredo Varela reuniram-se no Clube Militar com a cúpula dos militares. No entanto, o ministro da Guerra, marechal Argollo, conseguiu melar o encontro e mandou todo mundo para casa. À noite, uma parte dos conspiradores tentou tomar a Escola Preparatória do Realengo, mas não conseguiu. Outro grupo, liderado pelo próprio Sodré, invadiu a Escola Militar da Praia Vermelha e convenceu cerca de 300 cadetes comandados pelos generais Silva Travassos e Olímpio Silveira a marcharem rumo ao Palácio do Catete. Lá, deram de cara com cerca de 2 mil homens leais ao governo. Houve tiroteio, Lauro Sodré desapareceu, mas o general Travassos foi ferido e preso. Saldo da quartelada: três golpistas mortos e 32 soldados feridos.

Nas ruas, a batalha só terminou no dia 23, quando o Exército tomou um dos últimos núcleos da revolta, o morro da Favela. Pelos cálculos do historiador José Murilo de Carvalho, durante toda a revolta foram detidas 945 pessoas, sendo que 461, todas com antecedentes criminais, foram deportadas para locais distantes como o Acre e Fernando de Noronha. Não há estatísticas oficiais, mas acredita-se que 23 pessoas tenham morrido, segundo as estimativas dos jornais da época, e pelo menos 67 ficaram feridas.

A vacinação obrigatória foi suspensa. Mas o governo manteve a exigência de atestado para casamentos, certidões, contratos de trabalho, matrículas em escolas públicas, viagens interestaduais e hospedagem em hotéis. Nem todos esses cuidados, no entanto, impediram um novo surto de varíola. Em 1908, quando a cidade do Rio de Janeiro registrou quase 10 mil casos, o povo fez fila, voluntariamente, para se vacinar.

O médico da vacina

Oswaldo Cruz introduziuos conceitos da saúde pública no Brasil

Oswaldo Cruz não foi apenas um médico e sanitarista brilhante. O fundador da saúde pública noBrasil era um entusiasta das artes e da escrita, e chegou a ser membro da Academia Brasileira de Letras. No Rio de Janeiro do início do século, era comum encontrá-lo nas estréias teatrais, nos saraus e em outras manifestações culturais. Mas sua maior paixão eram os micróbios, que ele conheceu enquanto cursava a Faculdade de Medicina, no Rio de Janeiro. Logo após se casar com sua namorada de infância Emília, com quem teve seis filhos, Oswaldo fez as malas, e se mudou para Paris, para estudar microbiologia no prestigiado Instituto Louis Pasteur. Estava aberto o caminho para uma carreira brilhante, que até poucos anos antes ninguém poderia imaginar. Afinal,Oswaldo saíra de uma pequena cidade do interior de São Paulo, São Luís do Paraitinga, onde nasceu a 5 de agosto de 1872, esperando no máximo ganhar dignamente seu sustento ao se mudar para a capital.

Mal sabia ele que ao colocar novamente os pés no Brasil seria chamado para uma importante missão: diagnosticar a misteriosa doença que, em 1899, atingiu a cidade de Santos. Junto com outros dois médicos célebres, Adolfo Lutz e Vital Brasil, integrou a comissão que identificou a pestebubônica, transmitida por ratos, como a causadora das estranhas mortes. Daí para o reconhecimento nacional foi um passo. Quando o barão de Pedro Afonso resolveu criar o Instituto Soroterápico do Rio de Janeiro, a direção pediu uma indicação ao Instituto Pasteur, que prontamente deu o nome de Oswaldo Cruz. Poucos anos depois, ao ser convocado pelo prefeito Pereira Passos para erradicar as epidemias na capital, em 1903, o sanitarista se tornaria um dos personagens mais importantes do último século, simplesmente o criador da saúde pública brasileira.

Oswaldo Cruz reorganizou todo o serviço de saúde no Rio de Janeiro. “Ele estabeleceu a conjugação de esforços, pela primeira vez, entre os serviços de higiene municipais e federais, unificando a saúde no Brasil”, diz o sociólogo Nilson do Rosário Costa. Depois de vencer as epidemias de febre amarela e varíola na capital, foi convocado para combater as sucessivas epidemias de malária na Amazônia nos anos 10, entre 1912 e 1915, quando a extração da borracha atraiu milhares de brasileiros para a região. Lá, lançou uma ampla campanha de controle sanitário, que acabou não dando os efeitos desejados. Infelizmente, fracassou em sua última grande cruzada a favor da saúde pública.

Malandro e capoeira

Líder da barricadaera fichado na polícia

Horácio José da Silva, ou Prata Preta, que comandou mais de 2 mil pessoas na barricada de Porto Arthur, era um “capoeira”, termo genérico usado pela polícia para classificar alguém que além de ser exímio lutador costumava ser preso por ficar bêbado na rua, incomodar as mulheres e provocar brigas. Prata Preta tinha cerca de 30 anos, era um negro alto, forte e “dotado de boa saúde”, segundo sua ficha na polícia, que o considerava um dos maiores desordeiros do Rio. Morava no centro da cidade e vivia de bicos. Durante os quebra-quebras de 1904, Prata Preta ficou famoso na cidade toda, por ser o mais incansável dos rebeldes.

Os policiais tinham medo dele. Prata Preta ficava nos lugares mais perigosos das barricadas, onde ninguém se atrevia a lutar, e atacava sem parar os soldados. Ele usava dois revólveres, uma navalha e uma faca. Consta que chegou a matar um soldado do Exército durante um ataque a Porto Arthur. Ele foi um dos primeiros a ser preso quando a cidadela improvisada caiu, e quase foi linchado pelos soldados, tal o ódio que tinham por ele. Mesmo no meio da confusão ele não parou de lutar, e teve que ser metido numa camisa-de-força para não colocar a central de polícia em polvorosa. Prata Preta parou de circular pelas ruas do Rio no fim de 1904, quando foi deportado para o Acre, o “fim do mundo”, e nunca mais se ouviu falar dele.

Saiba mais

Livros

Os Bestializados: O Rio de Janeiro e a República que Não Foi. José Murilo de Carvalho, Companhia das Letras, 1987 - Retrato delicioso sobre o Rio de janeiro da belle époque

Cidade Febril: Cortiços e Epidemias na Corte Imperial. Sidney Chalhoub, Companhia das Letras, 1996 - Estudo sobre a relação entre as reformas urbanísticas e as epidemias no início do século 20

A Revolta da Vacina: Mentes Insanas em Corpos Rebeldes. Nicolau Sevcenko, Brasiliense, 1994 - Obra que se dedica à análise das causas da revolta

Oswaldo Cruz: A Construção de um Mito na Ciência Brasileira. Nara Brito, Fiocruz, 1995 - A autora, pesquisadora do Instituto Oswaldo Cruz, faz um perfil do maior sanitarista brasileiro


http://historia.abril.com.br/comportamento/rio-cidade-doente-revolta-vacina-433836.shtml